La Flor de Toranzo

EL SABOR DE LA TIERRUCA
por José Ramón Saiz













  Era Sevilla -ciudad liberada por una escuadra cántabra en 1428 que alcanzó victoriosa el fortificado puente de Triana- y jugaba el Racing. En "La Flor de Toranzo", la tienda-bar que fundara hace décadas Trifón Gómez y que hoy regenta su hijo Rogelio, nos reunimos una docena larga de cántabros para saborear lo montañés en la capital hispalense. Rogelio es un gran embajador de lo nuestro, nació andaluz pero tiene profundamente arraigado lo cántabro que heredó de su padre, y todo aquel que se precie en tener relación con nuestra tierra ha visitado "La Flor de Toranzo". ¡Qué romántico nombre en una ciudad de tanta historia" En ese establecimiento donde igual se toman los finos, que se prueba la quesada de la tierra; donde cuelgan los símbolos de Cantabria, de nuestras comarcas y valles, y Rogelio prepara una suculenta receta de anchoas "rociadas" de leche condensada, está el corazón del jándalo, la historia de ese antepasado nuestro que, superando mil pruebas de sufrimiento, se abrió camino para triunfar económicamente y también, muy importante, lograr un reconocimiento social. Allí en la calle Jimios, cerca de La Maestranza, está "La Flor de Toranzo", que es como un gran hogar montañés y cántabro a casi mil kilómetros de la tierra de sus antepasados.
Los jándalos son presentados en la literatura costumbrista con perfiles muy definidos: montañeses y cántabros en busca de un "don" y hacienda, a través de la constancia, la laboriosidad y la ambición por conseguir un futuro próspero y, tras lograr el éxito, ese proteccionismo, como benefactor, de parientes y vecinos del pueblo que dejaron para embarcarse en una aventura personal. En alguna de las obras del escritor de Polanco y representante de nuestra literatura regionalista, José María de Pereda, encontramos al jándalo, emigrante temporal o definitivo, que marchaba a tierrras andaluzas en otoño y regresaba por San Juan a lomos de cabalgadura, y que después de un enorme sacrificio, siempre comenzando desde los trabajos peor remunerados, conseguía hacienda propia y dar fe de su tierra en la región andaluza.
Trifón Gómez, el padre de Rogelio, el promotor de "La Flor de Toranzo", se instaló muy joven en Sevilla y, como otros muchos, entró como aprendiz en la tienda de algún paisano y, tras años de trabajo agobiante, ascendió en la carrera del mostrador, desde tercero a segundo dependiente, luego a primero hasta agregado, para terminuar siendo propietario en lo que fue la tradición del jándalo en Sevilla. Llegó en el primer tercio del actual siglo, pero fue en el XIX cuando era costumbre que el dueño tratase a pescozones y bofetadas a sus aprendices cuando se equivocaban o cuando no respetaban las reglas de etiqueta horteril. Pereda cuenta que allá en las bodegas, el jándalo recibía "garrotazos de padre y muy señor mío", y Federico de la Vega describe (La Abeja Montañesa, 19 de octubre de 1865) las condiciones infrahumanas en que vivían los muchachos de tienda en el siglo XIX, muchos de ellos de origen montañés, que llegaban a la tierra andaluza afirmando que "el tabernero o, como dicen en la tierra, el montañés a quien iba recomendado, tenía su establecimiento en el barrio de Triana"; y cita el viaje del joven Gabriel que salió de la tierra montañesa para llegar a Sevilla y ponerse "detrás del mostrador y se le cayó el alma a los pies. La Andalucía que él había visto con los ojos desde su imaginación desde las solitarias brañas de su pobre y escondida aldea, y de la cual había oido contar maravillas a los sevillanos del valle, en nada se parecía al miserable tabernucho con honores de zahurda, donde bajo una continua granizada de improperios, cogotazos y pescozones, debía hacer el largo y terrible aprendizaje de lo que entonces se llamaba carrera del mostrador y que no era en realidad, sino una bárbara carrera de baquetas".
Este Gabriel del relato de Federico de la Vega estaba sirviendo copas desde las seis de la mañana hasta las once de la noche.
Y Pereda, en su obra "Blasones y Talegas", relata cómo se enriqueció Toribio Mazorcas "fregando la mugre del mostrador de un amo avaro y cruel" durante varios años de esclavitud y de sufrimientos indecibles".
El domingo, en el campo sevillista, el montañés y bético Rogelio se sentó a mi lado. ¡Rogelio, el del Betis, en el campo del histórico rival!, decían los de las localidades vecinas. El hijo del jándalo Trifón dijo que esa tarde era más racinguista que bético, más montañés que sevillano. Fue una tarde apoteósica. Ganó el Betis, perdió el Sevilla y el Racing, como si de La Maestranza se tratara, dio una vuelta al ruedo a lo Curro Romero con Setién, el maestro del rectángulo y del fútbol inteligente a la cabeza. El corazón de Rogelio y el nuestro comenzaron a bombear con orgullo indescriptible. Los jándalos, los hijos y nietos de aquellos aventureros montañeses que salieron del terruño natal para buscar nuevos horizontes, reafirmaron esa tarde el montañesismo afectivo que don José María Pereda nos enseño; algunos como María, la nieta de Trifón, la hija de Rogelio y Blanca, lloraron de alegría y nostalgia al tiempo. Estoy seguro que al día siguiente, en "La Flor de Toranzo", no se habló de otra cosa que de la victoria montañesa y Rogelio, rodeado de tantos recuerdos de la tierra, recordó a su padre, el jándalo, que con tanta brillantez evoca el maestro Antonio Burgos en su articulo del ABC. Y a la historia de esos jándalos dedicó un Racing más cántabro que nunca, su vuelta al ruedo en el Sánchez Pizjuan. ¡Vaya victoria, María Zantízima!




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